Otra palabra para el Hinduismo, tal vez incluso más expresiva, podría ser la de “paganismo hindú”.
Los misioneros cristianos llaman “paganos” a todos aquellos que no son ni cristianos, ni musulmanes, ni judíos; es decir, todos aquellos cuya tradición religiosa nada tiene que ver con la Biblia ni la tradición judía. Aceptamos el término porque es apropiado; remarca algún tipo de similitud entre todas las religiones de credo del pasado y las del presente.
Hubo una vez en la que todo el mundo era “pagano”. Ahora que la mitad de la población ha sido convertida al cristianismo o al islam, el número de paganos ha disminuido. Pero ello no es prueba de que los distintos paganismos carezcan de valor frente a las grandes religiones. Probablemente el número sea una ventaja; pero en ningún caso una virtud. Por lo tanto, el número de seguidores no tiene nada que ver con el valor de un culto.
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Entre los llamados cristianos hay cada vez más gente que no cree del todo en la Biblia, sino que son “libre pensadores”. Y el librepensamiento, en cualquier cuestión, incluida la religión, es una característica del hinduismo. Eso no significa que consideremos hindúes a todos los librepensadores del mundo.
Filosóficamente, el hinduismo es una actitud mental, una manera de entender la vida. Pero no es sólo eso. Es todo un conjunto de cultos entre los que se debe escoger. Y, sea cual sea el culto, es un culto, uno de los inmemoriales cultos paganos que ha sobrevivido entre el mundo moderno. Los hindúes son uno de los pocos pueblos modernos civilizados que son abiertamente paganos.
Los japoneses, con su ritual Shinto, son otro de esos pueblos. Y siendo una de las naciones líderes en el mundo moderno, su ejemplo es de valor incalculable. Demuestran magníficamente que, por indispensable que sea adoptar cualquier innovación mecánica para poder competir con el resto de naciones, y para vivir, no es preciso adoptar la religión ni la civilización de los inventores. Los aviones y los tanques de guerra, y la actividad bancaria a gran escala, pueden coexistir perfectamente con una dinastía Solar de dioses reyes, en cuya divinidad todo el mundo cree, tal como lo hacían los egipcios hace seis mil años. Cuando la India, liberada de debilidades internas y del yugo extranjero, vuelva a ser una potencia mundial, entonces será, tal vez incluso mejor que Japón, testigo de una verdad así.
Mientras tanto, sigue siendo el último gran país de civilización aria y, en gran medida, de lengua y raza aria, donde un paganismo vivo y hermoso se perpetúa como la religión tanto de la masa como de la esfera intelectual.
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Nos agrada la palabra “paganismo” aplicada a los cultos hindúes. Resulta agradable a oídos de más de uno de los arios caídos en Europa, acostumbrados a referirse a la “Grecia pagana” o a la “belleza pagana” como las más bellas expresiones de sus propios genios del pasado. Es por ello que nosotros usamos también este término, preferible a cualquier otro.
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Puede que la India jamás haya gozado de la popularidad que tiene hoy en día en el mundo entero, ni siquiera en sus mayores días de gloria. Esta fama mundial se debe en gran parte a la repetida aseveración de la “espiritualidad” hindú, y a la filosofía de la no-violencia predicada por Mahatma Gandhi.
Muy poca gente ha comprendido tan bien el espíritu de Cristo como Mahatma Gandhi y algunos de los hindúes más prominentes de ahora y de este último siglo. Y entre los pocos europeos que se han sentido sinceramente atraídos por el hinduismo, prácticamente todos han buscado en ella, si no una doctrina, por lo menos un credo moral o, mejor dicho, una actitud moral de amor y bondad, exactamente lo mismo que podrían haber hallado en el cristianismo si se hubiesen tomado la molestia de separar la personalidad simple y genial de Cristo de todos los embrollos teológicos y heréticos. Dicho de otra forma, suele ser el sueño de una cristiandad mejor lo que trae a gente justa de allende los mares para “servir a la humanidad” en la Misión Ramakrishna, o a expresar su devoto amor como miembros de algún templo Vaisnava.
A los hindúes de hoy les gustan tales admiradores. A muchos de ellos también les gusta la idea de que haya más espíritu cristiano entre hindúes destacados que entre los propios cristianos. Nada hay que decir de este hecho, mas que se trata, hasta cierto punto, de una sutil expresión de ese desafortunado complejo de inferioridad tan arraigado en la India.
La espiritualidad pura (la realización de la propia alma) trasciende de forma natural cualquier credo o ceremonia. Así pues, un hindú realizado se parecerá a un cristiano realizado. Cierto. Y también es cierto que, en unas enseñanzas tan complejas como las contenidas en los innumerables libros hindúes (incluidas las escrituras jainistas, budistas, vaisnavas, etc.) hay muchos elementos que pueden hallarse también en el cristianismo. Otros dirán que hay muchísimos elementos hindúes (o budistas) que se han filtrado en la cristiandad, y hay también teorías que demuestran dicha influencia del pensamiento hindú. Y podemos asegurar con certeza que el fracaso de la predicación cristiana entre los hindúes instruidos y plenamente conscientes se debe básicamente a la existencia de esos elementos. Una “religión de amor” no supone ninguna novedad en la India, aunque sí debió serlo para la gente en la antigua Europa.
Pero esto no quita que la religión hindú, como acervo filosófico y como culto, tenga también las características que tuvo el Paganismo ario antes de ser reducido por el cristianismo en Occidente. Vemos aquí, igual que en la antigua Grecia, tendencias filosóficas contrarias con muy pocos principios en común entre ellas (como la transmigración de las almas, por ejemplo, y una o dos más). Es más, en el culto hindú —en la “vida hindú”— encontramos ese elemento esencial, el único por el que merece la pena vivir: la Belleza.
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“La belleza visible conduce a la invisible”, dijo Platón.
Hoy en día, cuando la gente habla de la India, parecen llenarse la boca de su belleza invisible e ignoran su belleza visible. “Espiritualidad, espiritualidad,…”, todos hablan de eso; los que saben algo de ello, y los que no. Es la tendencia. Parece que uno no puede ser considerado amigo de la India si no hace hincapié en este punto. Y tampoco puede uno sentirse un verdadero patriota indio si no lo hace.
Pero nadie pone el acento en la belleza física de la gente hindú. Ellos son el hinduismo, ellos son la India, más que todas las filosofías juntas; y el primer certificado, tanto para una nación como para el individuo, es la belleza de su cuerpo. Ningún alma malvada puede vivir en un cuerpo realmente bello. El cuerpo expresa, y refleja, el interior. Y una raza hermosa es una raza noble, con grandes potencialidades. La gente habla de la cultura hindú como si se tratara de una entidad abstracta, como si pudiera haber surgido en cualquier lugar del mundo. Olvidan mencionar que quienes la viven, como nación, están entre las razas más bellas de la humanidad. Hay sin duda una misteriosa identidad entre esa cultura y ellos mismos.
Para muchos hindúes, el ritual hindú tiene un gran valor simbólico. Para la gran mayoría de hindúes, lo es prácticamente todo. Pero nadie pone atención en la belleza visible del “puja” hindú de cada día, en las festividades hindúes, en las ceremonias hindúes. Muchos hindúes ilustrados consideran indigno elogiar, en su religión, aquello que agrada a la vista o a los oídos, a lo “exterior”.
Pero resulta imposible negar la atracción de la belleza.
Hemos mencionado el ferviente arrepentimiento que sienten algunos arios de Occidente, que parecen tener conciencia retrospectiva de lo que fue su raza, y una ligera idea de lo que tal vez podría seguir siendo si sus ancestros se hubiesen mantenido fieles a los antiguos cultos nacionales de Europa. Esta nostalgia por el pasado no es nada nuevo para los cristianos de Occidente y Oriente Medio. Todo comenzó hace seiscientos años, con el intento desesperado del emperador Juliano por restaurar la religión y la sociedad de la Antigüedad y devolverle su esplendor; e incrementa, en el corazón de unos pocos, a medida que ese Mundo Antiguo, visto desde la distancia del tiempo, parece ser cada vez más venerable.
El Mundo Antiguo tuvo sus limitaciones. Tuvo también sus vicios, lo cual trajo su perdición. Pero sus hombres sabios eran el orgullo de la inteligencia humana. Y por encima de todo, fue venerable por aquello que tanto Europa como Oriente Medio olvidaron: el culto a la Belleza Visible.
Este culto ya no se encuentra en ninguna otra parte que no sea esta última tierra de sol: la India hindú.
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Dicen que, un día, Juliano trató de organizar una procesión por las calles de Constantinopla en honor a Dioniso, dios del júbilo impetuoso y la vida pletórica.
Pero ya era demasiado tarde, y el intento resultó en error. La procesión no pasó de ser un ridículo espectáculo, y al regresar al atardecer una vez acabada, Juliano se sentía tan triste como si sus ojos hubiesen advertido el sombrío futuro del mundo mediterráneo. Dicen que estaba sentado en los jardines de su palacio, frente a unos antiguos bloques de mármol ocultos tras un entramado de hiedra, cuando un buen amigo se acercó a él y, sospechando el motivo de su tristeza, le preguntó:
—¿Qué esperabais? Estos son los días de nuestra muerte. ¿Cuál era su intención al ordenar tal procesión? ¿Qué anhelabais?
El Emperador le miró, y sin mediar palabra apartó la hiedra y señaló lo que se escondía detrás: una obra maestra de algún artista de la Antigüedad: una procesión en honor a Dionisio, grabada sobre mármol blanco; un guiño de los primeros tiempos, de la juventud del mundo; algo bello.
—Esto es lo que quería— dijo finalmente.
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Esto ocurrió en los tiempos en que el gran Samudra Gupta gobernaba en la India.
Si Juliano hubiese podido presenciar todo ese despliegue de belleza, expresada en el día a día tanto como en las celebraciones y festividades, y en las procesiones en honor a los Dioses, tan semejantes a las que él pretendía recrear… Si pudiera haber visto que el Paganismo Ario viviría y florecería para siempre en esa exuberante tierra… Si hubiese sabido que la India preservaría la juventud del mundo más allá del tiempo, eternamente… Entonces, sin duda, hubiese ensalzado ese gran país con lágrimas de júbilo en los ojos.
Sólo hay que ir a Madura o Rameswaram y presenciar una de las verdaderas procesiones hindúes que se celebran hoy en día en la India; con elefantes portando signos inmemoriales dibujados con sándalo y bermellón en la frente, y engalanados con telas de seda y oro colgando de sus lomos hasta el suelo; al son de las trompetas y tambores, con antorchas reflejando su luz sobre los cuerpos bronceados y semidesnudos de los devotos que participan en las procesiones, tan bellos como si de estatuas griegas se tratara; con carruajes de flores marchando lentamente alrededor del estanque sagrado. No hay más que ver a la piadosa multitud (cientos y miles de peregrinos venidos de toda la India) arrojando flores al paso de los carruajes. Y por encima de todo ello, por encima de la apacible agua, la hermosa multitud, los impresionantes pilares, las descomunales torres piramidales, resplandecientes bajo la luz de la luna… observar ese fulgurante e inigualable firmamento.
Sólo hay que observar una escena cualquiera de la vida de los hindúes: una fila de mujeres jóvenes avanzando hacia el interior de un templo en un día festivo; ataviadas con saris bien coloridos, deslumbrantes con sus joyas, esas afables hijas de la India van entrando una a una, con flores en el pelo y ofrendas en sus manos. Al fondo, chozas aquí y allá, entre inmensos cocoteros y rodeadas de arrozales: la belleza del campo en la India.
Una a una entrando en el templo… como las jóvenes atenienses de la antigüedad, cuya imagen podemos observar en los frisos del Partenón. Si Juliano, ese amante de la Belleza, devoto del Sol, hubiese presenciado todo esto, viendo su sueño hecho realidad hubiese exclamado: “¡Esto es lo que yo quería!”.
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Pero no es sólo por las formas y colores del culto popular hindú por lo que el hinduismo debe considerarse una religión de lo bello. Su concepción de dios, creador y destructor, es la expresión de una sublime visión de la vida y el universo.
En las religiones de credo el foco de interés se centra en el hombre; el trasfondo, la corta historia del hombre, la miseria del hombre, la búsqueda de la felicidad del hombre; su designio, la salvación del hombre. Y Dios, padre del hombre, siente predilección por esta privilegiada criatura suya.
En el docto hinduismo, esta visión antropomórfica no tiene lugar. El foco de interés es ese universo eterno de Existencia, en el cual el hombre no es más que un detalle. Dios es la Fuerza interior, el Yo más profundo, la Esencia de la Existencia, el “alma suprema” o Paramatma.
En Él no hay predilecciones ni animadversión. No hay favores especiales para ninguna criatura que nace y muere, aparece y desaparece en el trascurso del tiempo. Nada más que una eterna sucesión de estados, de infinitas expresiones de lo Desconocido, que es la realidad de todas las cosas; una sucesión danzante de nacimiento, muerte y renacimiento, una y otra vez, siempre distinta, y a la vez, siempre igual; una Representación sin comienzo ni fin, sin propósito, pero hermosa, cualquiera que sea la suerte transitoria de una especie en concreto a lo largo de su curso.
El destino de todas las especies, de todos los seres, es crecer lentamente, cada vez más conscientes de la belleza de la Representación y, finalmente, experimentar esa trascendental unidad con la Fuerza que mueve los hilos de su propio Ser. Nadie sabe qué es exactamente esa Fuerza, excepto quienes lo han vivido en sí mismos. Pero todos la adoramos y nos inclinamos ante esta Fuerza. No nos inclinamos ante ella por el hecho de conocerla o porque sea Dios. Es por el hecho de inclinarnos ante ella que la llamamos Dios. Y nos inclinamos ante ella y la adoramos, en sus cientos de miles de expresiones (las que nos destruyen así como las que parecen ayudarnos), porque en todas sus expresiones es Bella.
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La Creación es sólo una parte de la Representación de la Existencia. Los hombres suelen adorar sólo un aspecto de Dios. Los hindúes lo alaban por completo, por la belleza de su Obra. Le adoran en la Destrucción tanto como en la Creación. Alaban su Energía (Shakti) representada en la Madre Kali, en Durga, en Jagaddatri, en Chinnamasta, destruyendo y recreando continuamente su propio Ser; en las diez Mahavidyas, que son una y la misma. Lo adoran en Nataraja, rey de la danza, cuyos pies danzan sobre la vida, destruyéndola con su ritmo enfurecido… mientras su rostro imperturbable, irradiando sabiduría, se mantiene tan apacible como el mar en calma.
Para quienes pueden apreciar la belleza, Creación y Destrucción son una sola cosa.
Y el mayor elogio a la India es el siguiente: no sólo su gente es hermosa; no sólo sus cultos y rituales son hermosos; sino que en medio de este mundo utilitario, humanitario y dogmático, se mantiene firme en proclamar el excepcional valor de la Belleza en aras de la Belleza en sí, a través de su concepción de la divinidad, de la religión y de la vida.
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